Opinión

Fernando Ruiz Cerrato

Afiliado a UGT

Año Cero

El autor reflexiona, a propósito de la inesperada victoria de Donald Trump en las elecciones a la presidencia de los EEUU, sobre el auge de los populismos de ultraderecha y la pérdida de influencia de una izquierda política fragmentada e ideológicamente difusa.

La actriz estadounidense Susan Sarandon, reconocida activista de izquierdas y radical defensora del senador Bernie Sanders –derrotado en las primarias demócratas– explicó días antes de la jornada electoral que ella no era partidaria de Hillary Clinton porque “no votaba con la vagina”. Así de claro. Porque lo importante, dijo, no es tener una mujer como mandataria, sino tener a la mujer correcta. Y Hillary, evidentemente, no era la mejor elección que estimulara al electorado del Partido Demócrata. Tampoco, como era de temer, lo ha sido para el sector maltratado por la crisis, considerable –aunque lo fuera únicamente por razones demográficas– en los Estados Unidos y proclive, como en tantas latitudes mundiales, en aceptar sin miramientos los embaucadores mensajes del primer desequilibrado que se los manifieste.

La decisión de la excelente actriz y encendida activista de no votar a Clinton por considerarla, como tantos, integrante de las élites del poder desde un cuarto de siglo atrás –y por ello, muy significada con todos los asuntos de Estado, incluso los que hay que esconder bajo la alfombra– es respetable sin duda. Igualmente lo es la de tantos seguidores del “revolucionario socialista” Sanders en desechar su voto en un momento como el que nos ocupa –y digo nos ocupa porque lo que pase en los Estados Unidos nos atañe desgraciadamente a todos–, como también se puede justificar la que habrán tomado miles de ciudadanos estadounidenses simpatizantes del Partido Demócrata absteniéndose de votarles en la jornada ya histórica del 8 de noviembre de 2016, dadas las características de su candidata. Y es aquí donde se encuentra el quid de la cuestión: con una candidatura más sólida y sin tantas rémoras Donald Trump no habría ganado las elecciones.

También en los Estados Unidos fallan las encuestas. El mundo ha amanecido, sin esperarlo, con la sorpresa del acceso a la presidencia del país más poderoso de un tipo excéntrico e impredecible, y precisamente por eso muy peligroso. Desde sus primeros pasos en la campaña electoral, con sus bravatas, sus insultos, su indignidad, este individuo me ha recordado la película “La zona muerta” (David Cronenberg, 1983, basada en un relato de Stephen King), en la que el protagonista tiene la capacidad de ver fugaces escenas pasadas y futuras de las personas que mantienen un ligero contacto físico con él, y así, en un momento dado, llega a desentrañar el cataclismo que espera a la Humanidad al estrechar la mano de un determinado candidato que va camino de lograr la presidencia de los EEUU. El cine, cuya ficción tantas veces supera a la realidad.

Nadie ha sido capaz de prever este desastre, pero ha ocurrido. Y hoy se muestran exultantes todas las organizaciones de ultraderecha o filonazis en muchas partes del Globo, pero sobre todo en ciertos países de Europa, en donde no han tardado en mostrar su entusiasmo al nuevo inquilino de la Casa Blanca, circunstancia a la que se intentará conceder carácter de cruzada internacional por los mensajeros del odio xenófobo, que están recogiendo cada vez con mayor garantía de provecho los efectos de una crisis creada ad hoc y que durará todo lo que convenga a sus progenitores. Crisis que ha ido liquidando a la clase media en el mundo occidental, sostén socioeconómico del sistema, y arrojando a la miseria absoluta a millones de personas, que aceptan anhelantes cualquier anuncio que les haga abrigar mínimas soluciones a su situación.

Y lo están haciendo ante la desaparición de la izquierda tradicional, del socialismo democrático, y, por tanto, careciendo los millones de seres humanos vapuleados del necesario contrapeso político capaz de restar tan terribles efectos socioeconómicos. Pero no sólo eso. La indignación social, condensada en muchos lugares con la aparición de organizaciones que pretenden recoger ese malestar general para convertirlo en fuerza de lucha contra la adversidad y que denuncian con razón el alejamiento de dichos partidos de la izquierda tradicional de sus principios fundamentales, acomodados ya sin tapujos en la inercia de gobiernos y oposiciones estériles, esas organizaciones, repito, ensoberbecidas en algunos casos y prácticamente todas atomizadas en grupúsculos, tampoco están aportando los mecanismos de aglutinamiento y cohesión tan urgentes como esenciales. Ineficaces a la postre estos nuevos partidos para combatir el vacío de representación de las clases desfavorecidas.

Finalmente, a la depauperación económica y social que con carácter general se ha instalado en el universo occidentalizado –de la otra parte de la Humanidad erradicada a perpetuidad del paraíso, ya ni se habla– se une otra hambruna: la carencia de alimento cultural e intelectual en los pueblos del orbe. Una estrategia perfectamente diseñada por el stablishment en todos sus escalones y dimensiones para crear unos ciudadanos sin condición de tales, con las capacidades de discernimiento y criterio absolutamente mermadas, casi en una situación de analfabetismo generalizado. De ahí que una población mundial exiliada de la bonanza de la vida y que se ve arrumbada al rincón de la historia preste oídos, sólo oídos, a cualquier iluminado. En estos días, posiblemente con la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, se nos haya situado a todos los ciudadanos del mundo en el año cero de una nueva era.