Opinión

Marcos Ruiz Cercas | Dpto. Comunicación FeSMC-UGT

Marcos Ruiz Cercas | Dpto. Comunicación FeSMC-UGT

El problema, la pandemia y las múltiples respuestas

Entender la naturaleza de lo que está sucediendo –la extensión mundial de un virus que ha jaqueado el modelo de vida occidental y ha puesto en suspenso el desarrollo de nuestra civilización, paralizando la actividad productiva, económica y social– podría dar para la escritura de varios ensayos (filosóficos, históricos, políticos, psicológicos, sociológicos) que, seguro, ya se están escribiendo o, por lo menos, embrionando en algunas de las mentes más o menos preparadas de nuestro tiempo, tan escaso de referentes intelectuales. En todo caso, sirva de premisa la palabra de un intelectual y referente de su tiempo, Jiddu Krishnamurti: “No hay una única respuesta a un problema, no hay soluciones aisladas. Si nos limitamos a buscar una solución para un problema, veremos que la búsqueda de solución crea otros problemas. Mientras que, si somos capaces de examinar el problema en sí, sin intentar encontrar una respuesta, descubriremos que la respuesta se encuentra en el problema”.

Sociedad hiperconectada

Lo razonable sería esperar que pase la tormenta, aceptar que es imposible ver el fondo del mar hasta que no se serenen sus aguas. Pero resulta inevitable buscar razones, hallar las causas, pretender explicaciones sesudamente argumentadas que, al menos, nos aporten un consuelo en forma de respuestas. El problema es que en una sociedad hiperconectada como la nuestra, con un volumen de información difícilmente gestionable a disposición de un individuo (receptor) que se ve sobrepasado en su capacidad de cribarla y asimilarla, las respuestas –si las hubiera– se diluyen entre el ruido (des)informativo; la verdad queda camuflada como el cagarro de un conejo en un bol rebosante de conguitos. Si a esto añadimos la proliferación de todo tipo de voces presuntamente expertas –muchas de ellas enquistadas en programas de actualidad: el temible tertuliano, ese opinador compulsivo que sabe de todo sin ser experto en nada– que nos llegan por múltiples canales y en diversos formatos, pontificando sobre lo que pasa: el virus, la crisis que viene, la vacuna, los riesgos, los chinos, el pangolín, la bioseguridad, el estado de alerta, las UCIs, los EPIs, las OPAs, el fin del capitalismo (otra vez) y las secuelas del confinamiento, pues concluiremos que, ciertamente, encontrar respuestas en el ojo del huracán mientras recibimos infinitos y constantes estímulos informativos es inviable.

Cada uno de nosotros habitamos un panóptico digital en el que dejamos de ser el carcelero ubicado en el centro, que observa a los miles de internos en las celdas de una prisión circular, para convertirnos en el homo videns hipertrofiado que permanece en ese mismo centro de una arquitectura circular pero rodeado de pantallas y altavoces que no paran de emitir información en múltiples formatos: audios, imágenes fijas, en movimiento, textos, dibujos, gráficos, símbolos, infografías, etc. Esta metáfora ha alcanzado su máxima expresión en esta triple crisis del coronavirus (sanitaria, económica y social): ¿Cuántos wasap puedes soportar en tu móvil antes de tirarlo al váter? ¿Cuántas veces puedes escuchar, ver o leer una verdad y su contraria, en el mismo día, en distintos medios? ¿Cuántas realidades alternativas nos pueden mostrar en redes sociales antes de que puedan ser verificadas por Maldito Bulo”? ¿Cuántas gilipolleces para no estar quieto y tranquilo en el salón de tu casa puedes tolerar durante un confinamiento? Y esto último nos lleva a una realidad que ya sospechábamos: somos una sociedad hiperactiva.

Sociedad hiperactiva

Esta crisis, un generador de incertidumbre como pocos se han conocido en el último medio siglo, ha expuesto la debilidad de nuestro modelo productivo, económico y social. Veamos: un turismo invasivo que ha expulsado a los habitantes de sus propias ciudades; hoy el  turismo es puro esnobismo: si no viajas, por lo menos una vez al año, a lugares remotos eres un cutre desinformado, un pobre ignorante. Y si llegas a un destino, no te dejes nada por ver, aunque tengas que consumir speed para patearte, en jornadas maratonianas, con madrugones insanos, todos los museos y hacerte una foto en cada monumento ¿Por qué, viviendo en Madrid, nunca voy al Museo del Prado? Porque siempre hay colas kilométricas de turistas. Si no tienes dos coches, eres un paria: necesitamos fabricar vehículos como churros, cambiar de modelo cada cinco años; si tu tele no se sale por los laterales del mueble es pequeña, sustitúyela; si tu smartphone no tiene doble o triple cámara, ni lo saques del bolsillo, por favor; si tu lavadora no se jode en cinco años, algo falla: la obsolescencia programada. Todo hay que renovarlo de forma cíclica, por estética, por obsolescencia o por moda, son los peajes de la sociedad de consumo: lo que no es tendencia, simplemente no es. Tu jersey no tiene pelotillas después de cinco años porque es bueno y te costó una pasta, pero está pasado, no se lleva: las multinacionales de la industria textil han impuesto que las tendencias cambian cuatro o cinco veces por temporada, el concepto kleenex aplicado a la moda: ropa de usar y tirar a precios de chiste (acorde con los salarios, también de chiste, de millones de trabajadores asiáticos en condiciones de semiesclavitud).

Este es el modelo, expuesto a gruesas pinceladas, tan cierto como su fragilidad: llevamos dos meses sin consumir como lo hacíamos, sin fabricar como lo hacíamos, sin movernos como lo hacíamos, sin trabajar como lo hacíamos. ¿Si pudiéramos eliminar de esta ecuación el factor salud, qué podríamos deducir? Que se puede vivir de otra manera: que no hace falta producir tanto porque, al final, todo termina siendo insostenible, en mayor o menor grado: industria, turismo, movilidad, trabajo, tecnología. El problema no está en los citados ámbitos, si no en la manera en que los estamos explotando. Necesitamos equilibrar nuestro sistema productivo, entender que debemos producir menos y repartir más; movernos menos y comunicarnos más; viajar menos y conocer más; currar menos horas pero con mayor eficiencia; fabricar menos y reutilizar más, consumir menos y pasear más…

Sociedad hiperfeliz

Nos han adiestrado en la felicidad, han sometido nuestra voluntad a la búsqueda de ése único objetivo. “El que busca tiene un fin y está obsesionado con él. Buscar significa tener un objetivo. Encontrar, sin embargo, significa estar libre, abierto, no tener ningún fin (…) quizás eres uno que busca, pues persiguiendo tu objetivo no ves muchas cosas que están a la vista”, (Siddartha, Hermann Hesse). No aceptamos, en este modelo de sociedad capitalista, que la felicidad es un concepto falaz pues no es un todo ni es una verdad en sí misma, sino el complemento al sufrimiento, y ambos conceptos forman parte de uno mayor: la existencia. Pero nuestra cultura, basada en la publicidad, los memes, el individualismo, el consumismo, la competitividad y la autoexigencia han expulsado del imaginario colectivo cualquier atisbo de sufrimiento, lo que nos lleva a una pérdida de empatía, a una realidad dislocada en la que si no eres/estás feliz y autosatisfecho, pareces alguien sospechoso (incluso peligroso para el sistema). Por esta razón, quizás, el actual contexto ha dejado en shock a una ciudadanía que no conocía, oficialmente, el padecimiento (a pesar de que una parte de nuestra población, de nuestros conciudadanos, llevan años pasándolas putas: sin dinero, sin trabajo o en precario, sin hogar, sin recursos, sin esperanzas) y ahora, encerrados en nuestros hogares y cuando ya no quedan ganas de visionar más videotutoriales de fitness para practicar en el salón de nuestras casas, nos ponemos a pensar en la posibilidad, dios no lo quiera, de que esta pandemia que ha dejado nuestras vidas en suspenso, no se lleve por delante nuestro bienestar (trabajo, casa y salud) que es tanto como decir el de millones de familias, teniendo en cuenta las dimensiones de la tragedia.

¿Una realidad adversa para un cambio en positivo?

Sin embargo, y a pesar de todo, podemos modificar el enfoque, podemos cambiar el modelo. Lo primero se puede lograr –intentar, al menos– apelando a las palabras del libro de Hesse y Krishnamurti: no pensemos demasiado en el futuro, vivamos el presente, centremos nuestra atención en lo que está pasando, no en lo que sucedió o sucederá. Aceptemos la realidad tal cual es, asumamos que nada permanece inalterable, que la impermanencia es connatural a la propia existencia y que vivir en un perenne estado de euforia hiperoptimista es tan nocivo como permanecer ahogado en la oscuridad de nuestros pensamientos rumiativos: ni busquemos la felicidad absoluta ni nos hundamos en el más negro de los fangos. Después, aceptada esa realidad, no busquemos la evasión a través de las trampas de la sociedad de consumo, enfrentémosla y actuemos para cambiarla, sin forzar, sin fricciones, poco a poco: modificar el actual modelo de desarrollo que nos está llevando al carajo puede hacerse desde múltiples frentes al calor de lo que está sucediendo y aprendidas algunas lecciones. Esta conclusión, que podría ser una de las aportaciones a la solución del problema, llegará de forma natural si analizamos bien esta crisis, sin obsesionarnos por una solución total, única e inmediata.

Hoy es una pandemia, un virus; mañana podría ser la radiación solar por el deterioro definitivo de la capa de ozono, o migraciones masivas por la redefinición de todos los litorales del planeta debido al deshielo. El modelo puede cambiarse a causa de lo ocurrido. Y en esto no podemos permitirnos ser ingenuos: las ideologías pintan, y mucho, en la posibilidad de ese cambio. Y las soluciones no vendrán por la vía neoliberal ni ultraconservadora, ni con discursos populistas ni nacionalismos insolidarios y excluyentes. El problema es el modelo; la consecuencia, la pandemia; el cambio, la respuesta.

Ante una situación como la actual cabe esperar, al menos, una reacción basada en la supervivencia de la especie. Porque de lo contrario, si esto sigue así y aunque pueda parecer algo tremendista, como gritó el niño Manué en el patio de su comunidad durante el confinamiento, saltándose todos los protocolos de la corrección política mientras sus vecinos aplaudían a las 20:00 horas desde las terrazas –visto en uno de los innumerables vídeos que todos hemos recibido en estos días– “vamos a morir todos”, al tiempo que la madre, apurada, le regañaba entre susurros: “No, Manué, no: eso no se dice…”.