Opinión

Marcos Ruiz Cercas | Dpto. Comunicación FeSMC-UGT

Marcos Ruiz Cercas | Dpto. Comunicación FeSMC-UGT

Desde mi terraza

«¿Y los microbios?» le digo yo, y él dice: «No creo en los microbios, los microbios sólo son un rollo que se inventan para vender desinfectantes y jabones». (12 monos, Terry Gilliam)

Desde mi terraza puedo ver el patio exterior de la comunidad en la que vivo, las terrazas del resto de vecinos en los flancos de la fachada. La mayoría siempre suelen tener la persiana del ventanal algo baja, para evitar el chorro de luz que, por la mañana, puede resultar excesivo en el interior del salón o, quizás, para mantener cierta intimidad, no sé, no me importa. Lo cierto es que, en estos días extraños, me he percatado, cuando salgo a jugar con mis hijos al mínimo espacio de nuestra terraza, o mientras fumo el primer cigarro de la mañana –con las pintas de quien va a pillar una cunda en lugar de ir a sentarse frente al ordenador para ponerse a trabajar– de que todas las persianas están subidas hasta arriba, como queriendo no estorbar la entrada de luz, los rayos de un sol que juega a confundirnos, como ese virus, mostrándose difuso, inconcreto, imperceptible y, sin embargo, real.

Y es que en estos días queremos que entre luz por las ventanas, que son ya muchas jornadas recluidos en nuestros hogares en una espera que, por inconcreta en el tiempo, termina perdiendo su sentido y nos aboca a un deseo –casi ansioso– de recuperar las calles cuanto antes, ese espacio natural en el que nos sentimos libres. Dicen algunos líderes políticos que libramos una guerra, que luchamos contra un enemigo llamado Covid-19 cuyo tamaño se mide en nanómetros y sólo puede observarse en un microscopio electrónico. Así es nuestro enemigo: invisible.

Pues bien, cuando escucho esos discursos épicos, alegóricos, metafóricos, de presidentes de gobiernos, de comisiones, de estados, de comunidades, de organismos, del mundo, de aquí y de allí… como que me dejan frío, no me conmueven, si acaso me acojonan (y no quiero que me acojonen, quiero estar sereno, equilibrado). Supongo que es lo que toca: apelar a los sentimientos, al lado emocional que todos tenemos, para que nuestra reacción sea la esperada en momentos tan complicados. Pero lo que necesitamos, lo que de verdad queremos, son acciones resolutivas, decisiones eficaces. Y lo que se espera de la ciudadanía es que sea responsable, no sólo cumpliendo con las directrices del estado de alarma decretado, sino con el papel que todos debemos asumir ahora, en cada uno de los ámbitos de nuestra vida, entre ellos, también, el profesional. Y, una vez más, resulta evidente: los trabajadores y las trabajadoras de este país (y de todos los que están siendo golpeados por la pandemia) están dando la talla, ofreciendo su mejor versión, cumpliendo con profesionalidad y sin titubeos allí donde les toca, en casa o en la calle.

El Estado, otra vez

Temo que seremos los trabajadores y las trabajadoras, una vez más, los que volveremos a pagar con mayor crueldad las consecuencias económicas tras la crisis sanitaria. Y tendrá que ser el Estado el que nos proteja. Igual que sucedió en el crack de 2008, la Gran Recesión, que abrió las puertas del dolor a millones de familias trabajadoras durante casi una década y tuvieron que ser las instituciones públicas las que salieran al rescate, del pueblo y del sector privado, especialmente el financiero; volverá a ser el Estado –debilitado en su estructura por las termitas del neoliberalismo, que han hecho su trabajo de demolición a conciencia durante los últimos años, véase la situación del sistema público de salud en estos días– el que nos proteja de la puta ruina que se vislumbra en el horizonte.

Todas las crisis son un proceso de aprendizaje, las personales y las colectivas. La que vivimos está dejando sufrimiento, y será duradero. Pero pasará y de ella aprenderemos muchas cosas, extraeremos grandes lecciones. Espero que los trabajadores y las trabajadoras, la ciudadanía atenta y observadora, hayan podido ver qué ente es el único que podría contribuir a nuestro bienestar. Un Estado fuerte, social, con recursos económicos y humanos, con instrumentos a su alcance para garantizar las necesidades de una sociedad en shock e impedir el atropello, el abuso, el desmán al que nos tienen acostumbrados aquellos que se han empeñado en destruirlo, para dejarlo en un adorno residual que les permitiera convencernos de que vivíamos en democracia. Confío en que una de las consecuencias de esta situación excepcional y dolorosa que sufrimos hoy sea el fortalecimiento del Estado de bienestar en el mañana.

¿Dónde se esconden?

¿Dónde están los mercados ahora?, ¿dónde está esa iniciativa privada tan chispeante?, ¿dónde se esconden las pirañas que escupían su bilis contra la ineficacia de lo público?, ¿en qué despachos están haciendo su cuarentena los adoradores del Mercado, ese ente que se autorregulaba así mismo para no ser controlado?, ¿dónde están los niñatos de las finanzas, con sus camisas de cuello italiano y sus ridículos tirantes, ahora que no pueden especular en Bolsa con la desgracia ajena? ¿Dónde están los líderes políticos con sentido de Estado en una situación extrema? En la oposición no los busquéis ¿Y su majestad?, ¿dónde está su majestad? ¿Escribiendo el discurso de la próxima nochebuena, tal vez?

Los patriotas, ¿dónde están los verdaderos patriotas? Subidos a un atril, no; ni en las tertulias, ni dando ruedas de prensa, ni apoltronados en sus despachos, ni pontificando en un desayuno informativo de algún periódico económico. Yo os diré dónde están, porque lo veo cada día, igual que vosotros: en sus puestos de trabajo, cumpliendo con su deber, currando para la comunidad, velando por el interés general, salvando la situación y dando la cara, aunque tenga que ser con mascarillas. Sí, son ellos y ellas, los de siempre, los del tupper, los que cobran sueldos de mierda, los que curran jornadas interminables, también sábados y domingos, los que mantienen las telecomunicaciones, vigilan las calles o los centros de transporte, manejan maquinaria, facilitan la movilidad, cuidan a nuestros ancianos, curan a los enfermos, nos atienden en los comercios, reponen el lineal del súper, nos ponen el desayuno en la barra, atienden nuestras llamadas, abren la oficina del banco, pueblan las fábricas, tramitan nuestros papeles, gestionan la burocracia, limpian las oficinas, barren las calles, nos informan en los medios, reparten la mercancía, trabajan la tierra, responden a cientos de emails, educan a nuestros hijos, forman a nuestros jóvenes, defienden a otros trabajadores, construyen nuestras viviendas, asfaltan las carreteras, investigan en laboratorios, cocinan el menú del día… unos con trabajos más dignos, otros más precarios; con sueldos suficientes o salarios raquíticos; con mono azul o camisa de cuadros; con un ordenador portátil o una cizalla entre sus manos. En estos tiempos de robotización, digitalización y nuevas tecnologías, el único factor que puede marcarnos el rumbo en este túnel es el factor humano. Que no se nos olvide.

Desde mi terraza contemplo la calle vacía, da igual la hora del día. Llega uno de los buenos momentos de la jornada (que no son pocos), además del aplauso a los sanitarios de nuestro país. Me refiero al momento de tirar la basura, pisar la calle. Iré despacio, como paseando; nunca me recree tanto en una acción tan insignificante. Otra de las lecciones que estamos aprendiendo es que hay muchas cosas a las que no prestábamos atención y, ahora, cobran una relevancia especial. Y es que hay tanta felicidad en la rutina de lo cotidiano…